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Por Gustavo Restivo
El 21 de abril de 2025 quedará en la historia como el día en que despedimos a Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, el primer pontífice nacido en tierras argentinas, el hombre que llevó la voz de los márgenes al centro mismo del mundo. Sin embargo, entre nosotros, en su patria, su figura fue objeto de una paradoja dolorosa: lo tuvimos cerca, pero lo mantuvimos distante; fue nuestro, pero nunca lo abrazamos del todo.
La muerte de Francisco no sólo nos obliga a mirar su legado espiritual y pastoral, sino que también nos confronta con una verdad incómoda: los argentinos hemos perdido una oportunidad única, quizás irrepetible, de tener en Roma una voz que hablaba con nuestro acento, entendía nuestras heridas, y pensaba desde nuestros códigos culturales. Y no supimos —o no quisimos— capitalizarlo.
Desde el inicio de su pontificado en 2013, Francisco dejó claro que no venía a representar intereses de poder ni a perpetuar vanidades clericales. Vino a sacudir estructuras, a incomodar a los instalados, a poner en el centro a los pobres, los migrantes, los descartados. Para muchos en el mundo, su estilo despojado y su firmeza evangélica fueron un aire fresco. Para nosotros, en cambio, parecieron motivos de sospecha.
Lo acusamos, sin demasiadas sutilezas, de “peronista”, de “intervenir en política”, de “no querer venir al país”. Algunos sectores de la prensa, ciertos políticos y no pocos ciudadanos construyeron una narrativa de reproches: que no apoyaba a tal o cual gobierno, que tenía preferencias ideológicas, que su silencio era una forma de tomar partido. Como si el Papa, por el solo hecho de ser argentino, debiera haberse puesto la camiseta de alguna de nuestras eternas facciones.
Nunca entendimos que su distancia era un acto de amor y prudencia, no de indiferencia. Que su negativa a visitar Argentina durante los años de fractura política era un modo de no echar leña a un fuego ya demasiado encendido. Preferimos leer en su actitud un desdén que nunca existió. Y así, con mezquindad y cortedad de miras, lo fuimos maltratando.
Mientras el mundo lo admiraba —lo escuchaban en el Congreso de Estados Unidos, lo citaban líderes de todas las religiones, lo veneraban en África, en Asia, en los rincones más recónditos—, en su patria se sembraban dudas y desconfianzas. Fue, quizá, una manifestación más de esa enfermedad profunda que a veces nos aqueja: la incapacidad de reconocer el talento propio, la tendencia a menospreciar a quien surge de entre nosotros, como si el solo hecho de ser argentino le restara legitimidad universal.
Hoy que ya no está, el vacío que deja es también un espejo en el que deberíamos mirarnos. ¿Por qué nos cuesta tanto valorar lo que es nuestro? ¿Por qué exigimos alineamientos incondicionales y castigamos la autonomía de pensamiento? ¿Por qué confundimos la cercanía con la obsecuencia?
Francisco no fue el Papa de los argentinos. Fue un Papa desde Argentina para el mundo. Y en eso radicaba, precisamente, su grandeza. Hablaba con acento porteño, sí, pero pensaba con una mente católica en el sentido más profundo del término: universal, abierta, atenta a todos.
Ahora, mientras su figura comienza a pasar de la historia viva a la memoria, tenemos la oportunidad —quizás la última— de reconciliarnos con su legado. De leerlo sin prejuicios. De escuchar su llamado a una Iglesia pobre para los pobres, a una política al servicio del bien común, a una economía que no mate, a una cultura del encuentro.
Tarde, como casi siempre, pero no del todo tarde.
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