Por Gustavo Restivo
El recorrido histórico de la dirigencia argentina evidencia una progresiva separación entre el ejercicio del poder y los principios éticos. A partir de una reflexión entre el pensamiento de Maquiavelo y Santo Tomás Moro, este análisis propone una mirada crítica sobre la pérdida de valores en la praxis de la política nacional y la urgencia de recuperar una ética pública orientada al bien común.
La política argentina parece haber recorrido, en dirección contraria, el camino que separa a Maquiavelo de Santo Tomás Moro. Si el primero justificaba el poder como fin supremo —aunque fuera a costa de la moral— y el segundo encarnaba la integridad y la coherencia ética en el ejercicio público, nuestra dirigencia parece haber aprendido de ambos... pero solo lo peor del primero.
Desde el regreso de la democracia en 1983, la sociedad argentina depositó una esperanza profunda en sus representantes. Veníamos de años oscuros, donde la ética había sido secuestrada junto con la vida de miles de personas. Pero lo que parecía un nuevo amanecer fue, con los años, cediendo a las viejas prácticas del clientelismo, el nepotismo y el pragmatismo sin principios.
La política, entendida por Santo Tomás Moro como el ejercicio del bien común desde una conciencia recta y guiada por valores trascendentes, fue cediendo paso a una lógica maquiavélica de acumulación de poder, dominación de adversarios y preservación de privilegios. Los partidos se transformaron en meras maquinarias electorales; las ideas en eslóganes de campaña. La política como vocación —al decir de Weber— se volvió un oficio para vivir del Estado, más que para servir a la Nación.
En esta decadencia ética, los grandes proyectos colectivos se diluyeron. La palabra "plan" fue sustituida por la "rosca", el debate ideológico por el "relato", y la gestión pública por la administración de favores. La corrupción dejó de ser un escándalo para convertirse en parte del paisaje. Se normalizó el uso de fondos públicos para campañas privadas, la manipulación judicial para resolver internas políticas y la creación de cargos innecesarios para garantizar lealtades.
Pero el problema no se agota en los dirigentes. Hay una responsabilidad social más profunda: el ciudadano, decepcionado, también ha claudicado en su rol de vigía ético. La indignación es episódica, y muchas veces se vota con el bolsillo o con la bronca, más que con criterio moral. La trampa, la “viveza criolla” y el atajo también tienen su correlato en la sociedad civil.
Hoy, más que nunca, necesitamos redescubrir el pensamiento de figuras como Tomás Moro, que murió por defender la conciencia y la ley natural por encima de los intereses del poder. Necesitamos una política con alma, que no tema decir la verdad, aunque eso implique perder elecciones. La Argentina no se reconstruirá con slogans ni con líderes carismáticos vacíos de principios. Se reconstruirá con mujeres y hombres que, aún en la adversidad, se atrevan a hacer lo correcto.
Maquiavelo enseñó a conquistar y conservar el poder. Moro nos recuerda que la dignidad humana es más importante que el trono. Ojalá nuestra clase política —y nosotros con ella— podamos empezar a caminar nuevamente hacia ese horizonte moral.
Sin embargo, no todo está perdido. La historia política argentina también ofrece ejemplos de líderes que, con errores y aciertos, supieron anteponer el interés general al propio. La renovación ética no vendrá de recetas mágicas ni de figuras mesiánicas, sino de una ciudadanía activa, educada en valores democráticos, que exija transparencia, coherencia y rendición de cuentas. Recuperar la ética en la política implica volver a formar a los futuros dirigentes no solo en gestión y técnica, sino también en filosofía, historia y pensamiento moral. Es necesario que la política vuelva a ser vista como un servicio, y no como un botín.
La reconstrucción debe comenzar desde abajo, en el ámbito local, donde el contacto entre representantes y representados es más directo. Promover el diálogo plural, la participación comunitaria y la formación cívica son claves para restaurar el tejido moral de la vida pública. Solo una política que recupere el sentido del bien común podrá enfrentar los desafíos estructurales del país. Como decía Moro, “lo que no se puede cambiar, hay que soportarlo con paciencia; pero lo que puede mejorarse, debe transformarse con valentía”. Es tiempo de apostar por esa valentía colectiva.
🫠🫠🫠
ResponderEliminar