En una votación escandalosa que terminó 36 a 35, el Senado rechazó la ley que impedía a condenados por corrupción ser candidatos. La política volvió a protegerse a sí misma y despreció el clamor ciudadano por transparencia y honestidad. Una derrota moral que indigna al país.
Más allá del resultado numérico, lo que se desplomó fue la credibilidad de una clase política que, a esta altura, parece más interesada en proteger privilegios que en garantizar valores básicos. La honestidad, ese principio elemental que debería estar en el ADN de todo servidor público, se volvió objeto de discusión. Peor aún: de resistencia. Resulta absurdo —y a la vez profundamente inquietante— que se necesite una ley para exigir que quienes ocupen cargos públicos no estén manchados por la corrupción. Y más absurdo todavía que haya legisladores que voten en contra de esa exigencia mínima.
El mensaje que deja este resultado es demoledor: muchos senadores prefieren sostener un sistema que los ampare, antes que abrir las puertas a una política limpia, transparente y confiable. Una política que no deba explicar por qué alguien condenado no puede ser candidato, sino que directamente lo impida por sentido común y por ética básica.
La decepción ciudadana, que ya era profunda, encuentra hoy un nuevo motivo de indignación. ¿Cómo se construye una democracia sólida si ni siquiera se puede acordar que los corruptos no deben gobernar? Que un ciudadano diga “soy honesto” puede creerse por principio de buena fe. Pero que un político se niegue a legislar la honestidad como requisito demuestra que algo mucho más grave está podrido.
Muchos de quienes anoche votaron en contra volverán a pedir el voto con promesas de renovación y limpieza. ¿Cómo creerles? ¿Con qué cara se presentarán frente a una sociedad harta de ser burlada? La Ficha Limpia no cayó por debilidad técnica, sino por cobardía moral. Y esa es la herida más profunda.
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